viernes, mayo 18, 2007

ESPEJISMOS

El calor intenso de un día despejado dibuja sobre los caminos pavimentados de líneas blancas intermitentes, intercalados con la continuidad, a veces doble, de precaución amarrilla, el espejo a la distancia del agua que jamás llegará. Corre, corre la carretera mientras vemos todo pasar, al tiempo que cansa los ojos y nos impide saber qué habrá más allá de todo fin, de todo destino. Por la noche la luz ya no es una sola, universal y natural, son pequeñas farolas encendidas navegando en medio de la oscuridad, avanzando alocadas a no poder más. La velocidad no nos deja ver paisajes ni soledades, proyecta sobre sus vueltas el futuro presente de inmóvil hiperactividad sobre un asiento cómodo apretando a fondo el pedal. No hay forma de volver atrás, las autopistas no tienen fin. Caerá la lluvia y serán las gotas quienes nos verán caer sin que nos puedan tocar, un parabrisas seguro nos protege. El aire ahora es fresco y ya no se siente, sólo el calor mecánico nos da la comodidad sin estrellas sin que nada sea real. La noche se inquieta avanzando y esquivando los pesados, dejando sus luces lentas atrás, multiplicadas por los cristales líquidos que caen unos tras otros, proyectados desde su origen en un recorrido tan aparentemente absurdo como el que trazamos al llegar a cada lugar. El sol vuelve a nacer, tímido comienza a develar las siluetas terrestres que la noche apenas insinúa, aparecen los colores según su intención. El sol amarillo pinta de rojo las nubes grises que acaban de pasar, azules sus tejados de vapor. “Dos rectas paralelas jamás se unirán” reza la regla matemática, al mismo tiempo que ambas líneas a mis costados acaban en la bajada uniéndose en el centro de la visual, en un horizonte donde abajo sólo veo animales pastando, montañas y dispersos hogares que entran en actividad, y por encima los cementos y cementerios superpoblados de la ciudad. Las rutas son un trance ¿nada más?

viernes, mayo 11, 2007

Agave/1

Mañana fresca de campo, aire verde matutino, sol indeciso entre nubes, vientito despertador y humo ascendente desde los hogares. El tiempo transcurría con la serenidad que caracteriza a los pueblos que viven alejados del agobiante rugido de la ciudad. Caminé hasta el lugar señalado, con un poco de ansiedad, cuando por fin pude ver la planta seca, erguida como un monumento vegetal, con sus ramas y flores bronquiales de color amarillento. Su porte era tal que imponía un respeto ceremonial, sin embargo, permanecía indiferente a los ojos de la mayoría que no veía en ella más que una planta seca, lista para caer al fuego como leña. A medida que la observaba crecía su espectacularidad, su tronco se ensanchaba hacia abajo, perdiéndose con las hojas que yacían sobre un suelo humedecido por la garúa fría y cortante de la noche anterior. A sus costados, como sus fieles protectoras, aparecían otras plantas semejantes pero en su plena vida, con sus hojas carnosas, agresivas, rodeadas de espinas, y con una garra letal y amenazadora en la punta. Parecían estas plantas más jóvenes ser escuderas de aquella planta muerta, como si cada una de ellas en un acto de valor estoico estuviera dispuesta a defender ésa hermana de savia. No quedaba opción, si la deseaba realmente debía batir a las demás para abrirme paso cortando sus brazos a machetazos cual samurai en plena guerra antigua en busca de la cabeza del rey, corriendo sobre cadáveres y ríos de sangre. La savia chorreaba lenta y viscosa después de cada brutal corte. Sabía que no debía tocarla. Ya me habían advertido de sus venenos, que ocasionaban en los inadvertidos fiebres, ronchas, mareos y hasta alucinaciones. Seguí a pesar de todo, entre cortes y pinchazos, y quedé al frente de mi planta, tal como la quería, totalmente muerta y de brazos caídos, secos y flácidos. Ahora debía deshojarla, arrancar una a una sus extremidades adheridas, amputarlas desde la raíz donde nacían y morían. El olor que empezaron a largar las plantas cortadas se hacía cada vez más intenso y llegaba a ser casi nauseabundo, sumado a un extraño hedor vegetal, y de tanto en tanto abría grande los ojos para no desmayar. Tomé distancia como para volver a respirar el aire fresco y libre del lugar, bebí un buen trago de agua, y entonces recobré mejor el conocimiento. Cruzaban algunos pájaros del lugar, la mañana se veía avanzada por las actividades del poblado, un camión era llenado con ramas y algunas botellas y demás desperdicios del lugar, los niños de una casa juntaban troncos y leños para encender un fuego que serviría seguramente para cocinar y calentar el hogar, su madre salía a tender sus ropitas heredadas de hermano en hermano. Cuando me sentí listo volví al lugar que había dejado. Quedaba menos por hacer, la planta se veía (y se sentía) cada vez más desnuda y al mismo tiempo más simple y más perfecta. Seguí desvistiéndola, hoja tras hoja hasta llegar a tierra. En ese momento había que ser delicado, tomar el gran tronco entre las manos y moverla suavemente. Su peso hacía que de momentos la tuviera que calzar al hombro y desde allí moverla en cuanta dirección fuera posible para que se desprendan cada una de sus últimas raíces ligadas a la tierra. Creo que este fue el momento más sagrado de todo el ritual, sacar a la luz las raíces que sólo conocían la oscuridad y la humedad de la tierra. Por fin, después del combate, conocieron al luz y el aire del campo, y la planta entera recibió aquel mediodía brillante desde lo alto, acostada y desnuda como nunca antes. Natural. Todo aquello era perfectamente natural.