lunes, septiembre 17, 2007

Pavo Real

“...los tiros no duelen mucho, él sabe que sólo arden...”

Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota

El recuerdo suele ser impreciso, pero al abrir los ojos no conocía frontera ni límite para el sentimiento de una brutal ira que aún no comprendía ni podía dimensionar. Los guardapolvos níveos se paseaban a mi alrededor y yo me veía listo para ejercer alguna función complementaria, me hacían consultas sobre algunas cuestiones programáticas, y con mucha seguridad organizaba sus idas y vueltas: yo era el organizador del palomar, tenía a mi cargo cada una de sus celdas, sus vuelos y sus mensajes cifrados. El resultado era un armonioso paseo de palomas al frente de un auditorio colmado, lleno de corridas por los pasillos, de preguntas urgentes, de llamadas imprevistas y demás. Todo se desarrollaba con absoluta naturalidad: los cantos tristes y lastimeros de malheridos y convalecientes desplumados se hicieron escuchar ante la indiferencia usual, le siguieron algunos de tonos exóticos, liras y odas interminables a todo color y a pura elocuencia verborrágica aduladora. La tensión del lugar se concentró en el momento en que se apagaron las luces y sobre la escena principal una luz blanca iluminaba al pavo real. Recuerdo que un acceso de tos amplificado daba comienzo a un silencio sepulcral. El ojo de la tormenta se produjo en aquel instante, cuando las primeras palabras se cortaron en seco con el estampido del proyectil dirigido contra el ave reina. El revoloteo fue inminente. Los guardapolvos volaron en todas las direcciones, chocándose alborotadamente unos contra otros, en medio de un griterío creciente a la par de la confusión general. Afuera la hierba mojada entregaba aire fresco y oxigenado, expandía las cavidades pulmonares y distendía florecientes alvéolos para recibir su gracia recuperadora de almas para algunos cuerpos. Cuando las palomas salieron a la luz, hubo las que emprendieron un vuelo desprolijo en clara señal de retirada, hubo las que cada vez que se agrupaban dejaban oír sus cotorreos sobre un magnicidio, hubo las que pronto rodearon el cuerpo del ave mayor y en una maratónica expedición se lo llevaron a donde nadie nunca supo, hubo las que nunca supieron qué debían hacer y por eso revoloteaban aún como desprovistas de ojos, como torpes murciélagos en pleno día.

Cuando logré estar sólo llamé a mis compañeros para avisarles lo que había sucedido y cuál era el estado de las cosas. Tal acción fue completamente inútil, ya que cuando pude establecer contacto con ellos ya los veía aparecer desde los edificios cercanos y desde las calles que desembocaban en aquel parque natural del saber, donde también había cascadas, ríos y lagos de agua potable para las siestas estivales. Algunas palomas espantadas ante la llegada de los nuevos invasores se refugiaron en el antiguo recinto sin más escapatoria que la desesperación. El edificio pronto fue rodeado por los manifestantes y un coro bailaba formando una gran ronda en torno a él. Los gordos se largaron a los gritos gruesos como eructos de puercos mal alimentados, atrás de ellos los bailarines de a poco y con gracia destrozaban el lugar, le siguieron los artistas que en cada paso dejaban un decorado vómito florido no libre de sus respectivas pestilencias. Los hechos fueron caóticos, dijeron los medios titulares en el epígrafe de una foto que mostraba a un pavo real degollado. El absurdo es bello, reflexionaba el fundamento de todo saber.

La noche llegó inesperadamente, y mientras armaban las tiendas para acampar, había que volver a la casa de tareas para registrar y documentar todo lo sucedido, comunicarlo a las demás organizaciones de camaradas que seguramente permanecían en estado de alerta y una vez resueltas las cuestiones administrativas dar aviso a la sociedad. Un patio separaba a aquella guarida de la casa de distensiones, donde se escuchaba música, bailes y risas de una profunda felicidad. Había que respetar y honrar cada hogar. El patio pertenecía a un espacio neutro, era el lugar por excelencia para el debate, la charla interminable, los grandes planes para el mañana próximo, siempre incierto. Así fue como compartiendo una cerveza y un cigarrillo con Adrián escuchamos el alboroto de la casa de tareas. De allí comenzaron a salir algunas compañeras y compañeros entre gritos e insultos eufóricos. Corrimos a la casa en dirección contraria a la avalancha humana y vimos que un grupo liderado por uno de los gordos, que había llegado en un auto negro y de chapa oxidada, estaba tomando por asalto el control de la situación. Los segundos que siguieron fueron más confusos aún. La memoria me devuelve la imagen de dos bandos enfrentados: unos amotinados en la casa de tareas, y otro grupo atrincherado en el patio y en la casa de distensiones. Cuando cada uno ocupaba su posición hicimos volar los primeros botellazos contra la casa de tareas para dar una primera avanzada y recuperar el terreno arrebatado. Los amotinados en la casa se abarrotaron unos contra otros y desde el patio algunos se acercaban agachados en cuclillas o al ras del suelo para cubrirse de posibles ataques. Miré a mi compañero y tras su gesto afirmativo me preparé para la corrida, levanté la vista y desde adentro del tumulto un par de ojos iracundos buscaba insidiosamente cargarse contra alguien. La decisión de avanzar estaba tomada y cuando apoyaba todo el peso de mi cuerpo para dar el primer paso ya tenía al frente el cuerpo entero del traidor con el brazo extendido y la mirada fija en el destino de una explosión de la que sólo recuerdo caer.

Sentía una profundidad abismal, silencios eternos y ecos de una realidad distante que chorreaba gotas frías, al tiempo que con el dedo índice penetraba en el orificio viscoso de la crueldad, del espanto y horror. La imagen de la sangre fluyendo continuamente no era algo para preocuparse, más bien resultaba ilusoria, irreal, cualquiera podía ser su color. Con la garganta anudada toqué el plomo sobre el final del túnel carnoso y aún con los ojos cerrados pude sacarlo hasta ver la luz. Brillaba sobre la mano ensangrentada una esfera inofensiva, extraña y diminuta. Cerré con fuerza los ojos y el puño con el metal, y ante mí pude ver una vez más ese rostro conocido que se abatía contra mí en una entrega desenfrenada, y esos ojos de bestia ante los cuales me juraba vengar.